Bípedos implumes
 
Desperté como a eso de las dos y media de la mañana, sentía una cefálea terrible y un fuerte dolor corporal.
Aún acostado me puse a  tantear en la obscuridad, para ver si podía encontrar algunas pastillas en el buró que está junto a mi cama. No había.
Resignado y sin fuerzas, me levanté y me dirigí a la cocina, para tomar café. Había tenido una muy mala semana, y necesitaba algo que me despertara, aunque fuera solo una mísera taza.
Ya ahí, calenté agua, hice el café y me senté a beberlo en una de las sillas .
Esa última semana había estado llena de decepciones, llena de situaciones que no podían considerarse agradables: despedidas, problemas económicos, familiares; pero lo único que ocupaba mi mente era ella.
Ella con su mirada que podía expresar tanto indiferencia, como ternura, ella con sus labios que     te exhortaban a visitarlos, ella con su tez blanca como una paloma, ella con sus ojos enormes que te invitaban a entrar en ellos, ella con sus manos gráciles que se movían como un caballo de ajedrez.
Un día antes del día anterior había ido a visitarla, a charlar con ella, a decirle un último adiós antes de que se marchara a Francia a estudiar. Cuando llegué a su departamento, ella no estaba. Se había marchado, dejando solo una carta en la que me explicaba que debía irse antes, en la que se disculpaba por no haberme visto antes de marcharse, pero que me prometía que nos volveríamos a ver, me prometía que no quería perder mi amistad y me decía que me enviaría cartas desde Francia. También dejaba la dirección de donde se hospedaría, para que yo pudiera estar en contacto con ella.
Al terminar de leer, metí la carta en el bolsillo izquierdo de mi cazadora, salí del departamento y me dirigí al mío.
Ya ahí, me serví un puto vaso de whisky y comencé a beber, prolongándome hasta el día siguiente.